Este es un artículo bastante peculiar publicado en el diario "La Nación" de Chile.
Saquen ustedes sus propias conclusiones.......
OTRA VOZ:
¿Será este un país importado?
Guillermo Blanco
La Nación
Parodiando a la Biblia -con la máxima circunspección, por cierto- podría decirse que “en el principio fue el huevo”. El de gallina, obviamente. (El de Colón ni fue de él ni es aplicable a estos casos). Los demás seres alados mal pueden competir con la señora del Gallo: sus hembras no cacarean, o no tan alto, al poner y en consecuencia, la sociedad de consumo no cotiza el producto.
En el ámbito humano, huevo y gallina son uña y carne. ¿A quién se le ocurriría freír uno de picaflor, pingüino o chercán, o hervir al bañomaría uno de loro, cernícalo o tordo?
Tan unido está el huevo a nuestra experiencia, que le atribuimos carácter poético; o por lo menos, metafórico. En España y otros países de habla castellana, tener huevos es signo de varonía y motivo de orgullo. Para épocas todavía más machistas que la nuestra, equivalía a empuje, valor, fortaleza. Esta imagen quedó fuera de uso al proliferar mujeres que superaban a sus contrapartes en lo que, según arcaicos prejuicios, era un rasgo privativo de la virilidad.
El majadero pavoneo de los machos hizo que “tener huevos” cambiara de rumbo: hoy indica ser tonto, torpe, simplote. A mayor dimensión huevil, mayor sandez del usuario. Nació así a la historia nuestro clásico huevón. Más de un irreverente lo declara emblemático de ciertas facetas no sólo típicas, sino además definitorias del ser chileno. Incluso, apocopado, es una popularísima aunque no demasiado creativa introducción al diálogo entre compatriotas.
-Hola, guón.
-¿Cómo estay, guón?
-Bien, guón ¿y tú?
Huevear, huevada -y derivados tipo talaguá, nigüe, lasgüeas- se han ido incorporando a nuestro acervo en sus manifestaciones de viva voz. Les va bien en el examen oral. Fallan al pasar al escrito. Ahí interviene en el hueveo otra tendencia nacional: la manía de las importaciones. Una modalidad reciente consiste en anotar términos de nuestro idioma usando letras que suenan o son ajenas a él. Entre los que suenan aunque no son está, por ejemplo, kilómetro. Hoy día cubre literalmente mapas y carreteras, hasta simbolizar la sed de viajes y de velocidad.
Del resto de las palabras con K, las únicas castellanas son las demás que provienen de kilo (“mil”, en griego). En cuanto a la mágica W, el diccionario consigna sólo derivados de nombres propios, sajones o anglosajones. Ni uno solo es nativo.
Hay, además, muchos que son y deberían sonar foráneos. “Shock emocional”, en castellano es choque emocional; “bypass” es rodeo; y “bypasear”, ese verbo que deleita por parejo a siúticos e ignorantes, significa saltarse, esquivar (a un sablista o un acreedor). Ningún angloide por pose descenderá a llamarle interruptor a lo que prefiere tratar de switch, ni dirá toldo si puede decir carport. La computación contribuye al deleite de los seudo ingleses con expresiones como settear en vez de armar, disponer, ordenar; mail y no correo, net y no red, y así.
En asuntos mucho más domésticos que el computador, capaz que uno se tope con un ventanal que responde al seudónimo de bow window; en él, a veces, hay puesta una bergère o una easy chair adornada con pouffs. Todo ese gringoleo se ha ido transformando en un vicio para los cursis. Pero a menudo no les basta: llegan hasta refaccionar nombres personales. Hay quienes recuerdan todavía la época en que a las Raqueles se les llamaba Quela; a los Enriques, Quique; y a las Enriquetas, Queta.
Ya no. El diminutivo de Raquel “se escribe” Kela; el de Enrique, Kike; el de Enriqueta, Keta y, más yanqui aún, Ketty. Jacqueline es importado (de Francia); pero el apodo constituye una reimportación de Estados Unidos: Jackie. El hechizo de lo artificioso hace agringar hasta lo que debiera ser más autóctono y nuestro, y les mete W y K a expresiones aborígenes. Resulta como de roto hablar de alacalufes (¡puras letras normales!). No, pues: se lo transforma en Kawesqar, que tiene las tentadoras K y W, más una misteriosa Q que se pronuncia C, como nunca sonó en castellano.
¿De dónde sale la manía de la K o KKmanía? ¿Y habrá alguien que resida fuera de la casa de orates y escriba Qoqoroqo, Qunquna o Qaqumen? Tres cuartos de lo mismo ocurre con vocablos insobornablemente mapuches. A la larga, ¿se nos irá a llenar el país de Kiriwes, Lawtaros, Cawpolikanes, Wellelwes, Kacikes, Petrowés?
En una de éstas va a haber que ingeniárselas para aprender la nueva ola en eso de transcribir. Se habla de reingeniería ¿por qué no de reortografía?
-¿Cachai, won?
-La pura pus won.
miércoles, 13 de junio de 2007
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