Este es un artículo publicado el día de hoy en el diario "La Nación", de Chile que supongo será del agrado de mi queridísimo amigo y colega de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú, futuro Dr. Heber Joel Campos Bernal, quien ahora se encuentra en una etapa de maduración académica, elaborando su tesis "Crítica y Aproximación al Control de Constitucionalidad de las Leyes en el Perú" para obtener el título de abogado, que esperamos que sea toda una Revolución académica en materia constitucional, que cambie las estructuras del Formalismo Jurídico, al interior de nuestro claustro universitario y de las concepciones e ideas meramente "positivistas" de la mayoría de los abogados, en el Perú.
LA MIRADA LARGA:
¿Igualdad de oportunidades?
Gonzalo Rovira
Siempre me ha parecido original la forma en que los chilenos se relacionan con las leyes. No sé de otro país en que ellas se vendan en la calle, pero no deben ser muchos. Tenemos un sistema normado para hacer las leyes e interpretarlas que nos ha dado -nos da hoy- permanentes dolores de cabeza. El problema es saber cuándo tendremos la madurez para enfrentarlos. Un ejemplo interesante de la actual Constitución es su artículo 1, en cuyo inciso quinto, en un párrafo que proviene del texto original de 1980, se toca el tema de la igualdad de oportunidades: “Es deber del Estado”, señala, “asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional”. ¿Qué quiere decir “igualdad”? ¿A qué se refiere con las “oportunidades”? Y una pregunta no menos inquietante: ¿Qué entiende por “vida nacional”?
Me parece pertinente recordar la respuesta que le dio Don Quijote a su escudero: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos (...) ¡venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!”. Somos libres cuando no necesitamos pedir permiso a otro para vivir, para sobrevivir o para convivir socialmente. Quien debe “agradecerle a otro” es arbitrariamente interferible por éste, y por lo mismo, no es libre. Incluso en algunas legislaciones aún se establece que alguien que carece de propiedad no tiene asegurado el “derecho a la existencia” y, por tanto, no es sujeto de derecho propio. Es decir, entendemos comúnmente la igualdad en el más estricto sentido republicano: una persona, un voto.
Don Quijote es hijo de nuestra mejor tradición republicana, la misma que por lo común asociamos a los nombres de Pericles, Protágoras, Demócrito y Aristóteles. A los primeros, la historia los asimila más bien como demócratas, y no así al gran estagirita, a quien se le considera un antidemócrata. Vale la pena hacer la distinción ideológica, ya que en el mundo moderno subsisten sus dos variantes: la democrática, que aspira a la universalización de la libertad republicana y a la consiguiente inclusión ciudadana de la mayoría marginada; y la antidemocrática, que aspira a la exclusión de la vida civil y política de quienes viven de su trabajo o de quienes los representan, y al consiguiente monopolio del poder político por parte de los grandes empresarios.
Si Sancho logró tener claro los matices del concepto, no veo por qué los autores de la frase citada no lo entendieron. Tal como llaman la atención Elías Díaz y José Luis Colomer (editores de “Estado, Justicia, derechos”, Alianza Editorial, 2002), parece evidente que la mayoría de las constituciones -como en el artículo de la nuestra- sólo se refieren a la igualdad jurídica y no a la igualdad de acceso a los derechos, las llamadas oportunidades. En nuestra Constitución se trata más bien de un concepto de “igualdad” formal, de la protección de las personas ante posibles tratamientos discriminatorios del legislador o la autoridad, quienes, por lo demás, no tendrían competencia normativa para ello. Ya el inciso primero del mismo artículo nos recordaba la igualdad de derechos. Pero es en el artículo 19 donde tenemos un detalle mayor del conjunto de derechos ante los que tendríamos esta “igualdad de oportunidades”. Todos pueden ser iguales ante la ley, pero ello no garantiza su igual capacidad de acceso a las oportunidades a no ser que acotemos este concepto al plano jurídico. Si este derecho no fuese sólo formal, debiera considerar la igualdad de acceso a las condiciones de vida, a los bienes materiales y a los servicios sociales; es decir, a un conjunto similar de oportunidades para ejercer la libertad.
El concepto al que alude nuestra Constitución es muy básico, y ya está presente en la Declaración de Independencia de EEUU (1776): “…Que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. La diferencia es que en nuestra Constitución el “creador” es cambiado por “la naturaleza humana”, idea que resulta tan vaga y obscura como la anterior. Y ni hablar del concepto de “vida nacional”, para cuya comprensión debemos recurrir a mucha más imaginación que convicciones. Vale la pena recordar que desde la década del ’80 eran conocidos los textos sobre estos mismos temas, incluso traducidos, de Rawls, Nozick y Dworkin, pero es evidente que nada de estas discusiones quedó ni en esta Constitución ni en las modificaciones posteriores.
Todo indica que la “intención” del legislador era sólo formal y en tal caso un texto más claro y acorde con su pensamiento podría expresarse de la siguiente manera: “Es deber del Estado... asegurar a toda persona el derecho a un igual trato legal y a unas iguales oportunidades para desenvolverse como sujeto moral”. En una definición de este tipo quedaría acotada la igualdad de oportunidades en el plano jurídico y moral, como una formula ecuménica, en la línea de reflexión de Rawls. Este sentido jurídico-moral podemos argumentarlo a partir de que somos nosotros quienes, al concebirnos bajo una determinada moral, otorgamos los derechos morales a todo individuo. La ventaja de una frase como ésta es que transparenta muchas de las incógnitas de la Constitución. En general, la definición de “igual trato legal” resuelve el problema de establecer con claridad el concepto estrecho de igualdad formal, que desde Aristóteles sabemos que tiene carácter comparativo, lo que nos obliga a tratar igualmente a lo igual y desigualmente a lo desigual. Y, por otro lado, en línea con esta definición, es evidente que no todas las personas tienen iguales capacidades para actuar como agentes morales (el caso de los menores de edad o los dementes), por lo que al reconocer esta realidad podemos aceptar las restricciones a la oportunidad de desenvolvimiento como sujeto moral.
Todos estos temas requieren profundizarse, pero es necesario comprender el concepto que tuvo el legislador, si es que tuvo alguno claro, y cuál es el que hemos de darnos en una futura reforma constitucional. Plantearnos enfrentar el problema con un concepto de oportunidades reales nos obligaría a avanzar desde Rawls hacia lo que él mismo califica como el camino del “ideal social”. Para lograr esta igualdad republicana real, la libertad cívico-política del individuo debe estar garantizada por un núcleo duro de derechos básicos, constitucionales, que nadie pueda arrebatar, ni que él pueda vender o entregar sin perder su condición.
Tal como pensaba Don Quijote, la ciudadanía plena no es posible sin independencia material o sin un control social sobre el propio conjunto de oportunidades, o mejor dicho, sin una relación clara de ambos planos de la vida social. Es a esto a lo que debiera aludir y buscar propender la Constitución, lo otro es un FORMALISMO JURÍDICO, que a lo menos debiera estar bien redactado. Porque la idea de “vida nacional” también requiere de precisiones, si por ella queremos entender algo más que formalismos inconducentes. Me quedo con la convicción de que las constituciones son algo más que un pilar jurídico, y pueden ser también un catálogo de “conceptos” duros que nos sirven de base para avanzar hacia una sociedad de individuos más libres. Para ello le debemos dar la posibilidad a nuestra Carta Fundamental de dar cuenta del estado de nuestra discusión, y eso implica que pueda ser modificada en momentos de normalidad cívica y no sólo después de los golpes de Estado.
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